Prólogo


Me he decidido publicar, por este medio, una novela estilo folletín, es decir por entregas. Tengo una historia, que a mi parecer, puede resultarle a algunos interesante. Si este es el caso y les gusta les pido humildemente la recomienden. Debido a que tengo diversas actividades, y soy un tinenso blogger de temas relacionados con los cuentitos y la literatura la frecuencia de las publicaciones será intermitente. Pero la mejor forma de impulsarme a continuar escribiendo y publicar con frecuencia será si me regalan comentarios, sugerencias, críticas, insultos, cosas por el estilo. La historia es un poco religiosa, más bien algo gótica, pero con bastante intriga y misterio incluso acción y aventura. Espero sea del agrado de más de alguno y si no como Don Miguel de Unamuno hubiese dicho: "Mas vale ser un doctor que mata a su paciente por no dejarle morir que otro que le deja morir con tal de no matarle" Así espero con ansia sus comentarios, pero sobre todo sus críticas.

Atentamente: Vicente Guadarrama

Capítulo 1: Catedral de sombras

Los monjes, pese a ser la primera vez que entraban en la catedral, no sentían miedo. La promesa de que grandes placeres les aguardarían en el templo les daba paso firme, siguiendo al hermano Carnought a quien nunca habían visto, pues su túnica le ensombrecía siempre el rostro, avanzaban lentamente. Al entrar a la catedral la vista de grandes vitrales, algunos dieron un paso atrás horrorizados por la crueldad que las imágenes representaban. Todos los vitrales estaban adornados con impactantes escenas del infierno: demonios arrastrando mártires por espadas de hierro, personas cayendo en calderas de lava hirvientes, bestias masticando hombres y mujeres con muecas espantosas colmaban horrorosamente el lugar. El hermano Carnought, rió macabramente y se paseó entre sus monjes, estos llevaban un cirio negro enorme y muy pesado, tanto que algunos apenas podían sostenerlo con ambas manos. Carnought se paró justo en medio de ellos y extendió los brazos, los monjes hicieron una exagerada reverencia y se formaron en circulo perfecto alrededor del hermano Carnought. Permanecieron algunos instantes así, entonando ininteligibles cánticos sombríos. De pronto el hermano Carnought alzó los brazo al cielo y de golpe los monjes cayeron al piso retorciéndose como criaturas. Algunos cruzaban las piernas, todos gemían y se arañaban la túnica. El hermano Carnought río estrepitosamente y bajó de súbito los brazos. Los monjes dejaron de retorcerse y comenzaron a suplicar desesperados -¡más, por piedad más! Se siente tan bien, ¡más por favor hermano!- El hermano Carnought descubrió su capota y dejó ver su rostro por ves primera. Era indescriptiblemente horrible, su aceitosa cara estaba toda cubierta de llagas rojas, sus infectados ojos no dejaban de segregar lagañas y pus, y sus labios completamente amoratados no disimulaban bien sus terribles dientes afilados de piraña. Carecía por completo de nariz, parecía que alguien se la arrancó de tajo, en su lugar se asomaban dos hoyuelos que vibraban como membranas con su trabajosa respiración. Esta espantosa visión causo asco en los monjes y en algunos pavor, pero no rompieron la formación, simplemente volvieron los ojos a otro lugar. Sin embargo, en esa espantosa catedral no había un lugar donde posar la vista: las terribles imágenes en los vitrales causaban terror y las paredes estaban decoradas con horribles gárgolas y demonios, una solemne alfombra roja de orillas doradas atravesaba el recinto y al final había una altar con un cristo exageradamente demacrado y con cara de angustioso sufrimiento, sus facciones eran sobrehumanas, ¡Infrahumanas! Sería la palabra correcta, un ser humano, aún el más vil, sería incapaz de deformar su rostro de forma tan vulgar y atroz. Los monjes sintieron de pronto que un espanto sobrenatural colmaba todo su ser, como si se enterasen que están condenados a muerte, no algo peor, a la condenación eterna. El hermano Carnought por fin abrió su pestilente hocico (más que boca) y dijó –¡Yo les prometí grandes placeres!, y puedo asegurarme sin miedo a que me equivoque, que las sensaciones que experimentaron fueron indescriptibles pese a que todos ustedes no son más que unos brutos estériles: prostitutas, asesinos, imbéciles, profanos, viles, creo que en nuestro pequeño grupo hay toda clase de vulgares criaturas- En efecto, uno a uno, los monjes se fueron quitando la capota y descubriendo el rostro, en aquel lugar había mujeres obesas y de rostro demacrado, hombres de mirada demencial, viejos sifílicos y de mala porte, y toda clase de personajes de los que uno desconfiaría tan solo con mirarlas. Al ver que sus monjes por fin revelaban su identidad el hermano Carnought sonrió macabramente y volvió a bufar: –Les aseguro que lo que han experimentado, vulgares criaturas, no fue sino una milésima parte de los placeres que les esperan si deciden continuar. Pero cada instante saldrá muy caro pues cada segundo que experimentan placer envilecerá aún más su alma. Tal ves piensen que por ser unos canallas ya no pueden caer más bajo, pero se equivocan, El los ama y les perdonaría fácilmente sus injurias, pero anden, acepten mi invitación y envilézcanse, así cada instante de su existencia, cada hebra de aire que respiren será una ofensa para El, jajaja me lo imagino llorará amargamente por ver a las estúpidas criaturas que tanto ama, y que llama hijos, envilecidos de tal forma. Si aceptan mi invitación ¡y vaya que sé, lo harán! Se condenaran ustedes mismos y El sufrirá aún más cuando el Gran Maestro los tenga en su poder- Los monjes se miraron horrorizados, parecía que quisiesen huir. La enorme puerta de la catedral se abrió estrepitosamente y el sol inundó súbitamente el recinto. El hermano Carnought se tapó la cara nuevamente y dijo –Esta es su última oportunidad para renunciar, si lo hacen no volverán a sentir esos placeres tan voluptuosos que experimentaron y no volverán a verme, ¡esta es una oportunidad que no pueden perderse!- Los monjes vacilaron, al parecer querían escapar pero no podían, una sensación de emoción los invadió revolviendo sus estómagos, era un indescriptible deseo por lo prohibido. Uno de ellos dio decidido un paso, pero de golpe se detuvo y lentamente regresó a su lugar. El hermano Carnought rió terriblemente, se diría de forma sobrenatural y la enorme puerta de la catedral se cerró violentamente. El ruidoso golpe sacudió los corazones de los monjes, que al poco comprendieron estaban perdidos. Se cubrieron la cara con la túnica, depositaron sus cirios frente a ellos e hicieron una reverencia, esta vez solo inclinando un poco la cabeza. Uno de ellos sacó de la bolsa una cerilla y encendió su cirio. Al hacerlo un helor recorrió el lugar, fue como un escalofrío, pero extrañamente del cirio no broto llama alguna, al contrario dio la sensación de que el cuarto se ensombrecía un poco. Los monjes inclinaron de nuevo la cabeza y comenzaron a sentir inmediatamente un ligero placer, casi imperceptible. El siguiente monje repitió la operación del primero y ocurrió nuevamente la sensación del escalofrío, de igual modo el cuarto se oscureció otro poco como si hubiese llegado el atardecer. Las figuras en los vitrales adquirieron un tono rojizo que las hacía parecer más reales y las distintas muecas y sonrisas de los demonios parecían acentuarse. A la par una extraña sensación de placer invadió a los monjes, el efecto fue tal que algunos gimieron acalladamente. El siguiente monje encendió su cirio: el cuarto se oscureció un poco, se sintió el escalofrío y algunos monjes cruzaron las piernas y se mordieron los labios -¡Es tan delicioso!- dijo uno, otro gritó –Enciendan otro, pronto ¡deseo sentir más!- y otro monje se apresuro a encender el suyo, pero su placer era tanto que su cerilla se le resbaló en un temblor. Se apresuró a recogerla y lo encendió rápidamente. De inmediato, el tremor helado, luego la sombra y finalmente el placer. Este fue tal que algunos monjes no resistieron y cayeron al suelo para retorcerse, la escena era grotesca: los monjes se arañaban la cara y gemían como cerdos, gritaban -¡Más, más, más!- hasta que uno de ellos pudo incorporarse y encender su cirio. El escalofrió era cada vez más helado las sombras avanzaban mucho más desproporcionadamente en cada ocasión y el placer era enorme, tanto que el cuerpo ya no lo resistía. Los monjes con ojos desorbitados se arrancaban a mordidas sus propios labios, a otros se les llenaba la boca de espuma y se convulsionaban grotescamente uno de ellos en medio de su brutal voluptuosidad miró al Cristo del altar y esa visión lo llenó de espanto, el Cristo parecía afligidísimo como si experimentara un tormento inimaginable; su rostro se contrajo terriblemente y de su frente escurrieron gruesas gotas de sangre, pero al monje esta visión lejos de conmoverle le causo más placer. Cuando el recinto estaba casi por completo en sombras, los monjes no podían más: vomitaban sangre, sus muecas demenciales deformaban sus quijadas, sus gemidos eran ya sobrenaturales y sus ojos se inflamaban tanto que los de algunos estallaba. El último monje había prendido su cirio y ya casi no se veía nada, a pesar de ello, las imágenes de los demonios eran escalofriantemente reales, con la poca luz que aún quedaba se apreciaban por completo y el último escalofrío no se fue, se quedó. El hermano Carnought rió cruelísimamente y se apresuro a encender su cirio. ¡Oscuridad total!, oscuridad sobrenatural, como la que no existe ni en el más recóndito lugar de la tierra. De pronto un grito aterrador colmó el recinto, un grito de indescriptible sufrimiento y luego el ruido de pesados golpes y finalmente la caída de un cuerpo. La espantosa escena se repitió tantas veces como monjes había. Finalmente se escucho el ruido de un cristal rompiéndose y una corriente de aire apago todos los cirios de golpe y la catedral se ilumino completamente, como si fuera medio día. Los cuerpos de los monjes estaban todos despedazados y regados por la Catedral, la escena era tan horrible que el hermano Carnought dio un paso hacía atrás horrorizado, pero golpeo un cuerpo que estaba detrás de él parado. El terror se apoderó por completo de su vejado espíritu y quiso huir, pero un terrible golpe le demolió el brazo derecho y lo arrojo al suelo –¡Criatura vil!, ¿Por cuánto tiempo has sido mi sirviente?-

Capítulo 2 La aldea


El polvo se levantaba a lo largo de la colina, el sol resplandeciente daba destellos sobre el valle y jugueteaba en el horizonte. Cuando el ruido de los pesados cascos comenzó a escucharse la aldea se despertó de golpe. Todos salieron para ver aquello. Eran los cruzados, venían victoriosos de tierra santa. La aldea los colmó de vítores. El caballero de adelante portaba un estandarte rojo con la figura de un león dorado. Los soldados pasaban rasgando el tranquilo valle con sus resplandecientes destellos plata. Como transitaban a lo lejos, los pobladores gritaban entusiasmados con la esperanza de que los caballeros pudieran escucharles. –¡Unos verdaderos héroes!- se decían, y no era para menos pues lograron expulsar a los infieles de tierra santa tras más de cien años de dominación.

Al caer la tarde un caballero de radiante armadura y larga capa entró de golpe a la aldea. De tras de él iban más de una docena de escuderos. Su yelmo con remaches de oro y el fuerte y blanco corcel admiraron a todos. Los villanos se quedaban boquiabiertos y las mujeres mostraban sus pañuelos desde los balcones. Algunas incluso les arrojaban flores. El alcalde se apresuró a recibir al caballero: –Mucha es la dicha, que vuestra gracia concede, en esta tarde, tal, que vuestra merced se digna a visitar esta la humilde aldea de…- El caballero se apresuro a bajar del corcel y le imperó al gobernante –Discúlpeme mucho su amablentísima excelencia, pero mi visita urge premura. Me hubiera gustado venir solo y vestido de aldeano para no llamar la atención; pero las circunstancias no me lo han permitido. Solo vengo a ver a una dignísima señora que vive en esta villa. Y ya que he fracasado en la discreción quiero anunciar al pueblo entero que la tomo por prometida- Sin más el caballero montó en su corcel y se marcho a todo galope. Al gobernador le hubiera gustado seguirle y descubrir que chica era la afortunada de desposar a tan magnífico caballero, pero los escuderos se le interpusieron. El alcalde pareció enfurecerse, pero al cabo de un momento se resignó y entró en la alcaldía.

Ana se encontraba más contenta de lo acostumbrado. Hacía sus labores en el molino de tal forma que ni tres muchachos podrían sustituirla. Ella siempre sonreía, pero ese día en especial su sonrisa le sentaba de maravilla, cantaba y bailaba y no dejaba de barrer. Con cada movimientos su largo y ondulado cabello negro revolvía el aire llenándolo de su magnifico perfume. Pese a que sus ropas eran pobres lo blanquísimo de su piel, lo cándido de su vos y la serenidad de su figura le habían ganado más de algún pretendiente. Parecía como si la alegría y pureza de su espíritu se reflejara en su cuerpo. Esa mañana había visto, con el estómago volcado de la emoción, pasar a los caballeros cruzados. Llena de expectación había escrutado las lejanas figuras buscando ávidamente alguna insignia o algún porte. Ella conocía muy bien la manera de andar de su amado, podría distinguirlo de entre quinientos jinetes. Su caballero, tenía una postura tan elegante y una figura tan majestuosa que serían la envidia de cualquier príncipe. Al no encontrarlo palideció súbitamente. Las guerras siempre son así –pensó- y se estremeció; pero de pronto la alegría iluminó de súbito su rostro: una insignia a lo lejos, o al menos eso le pareció. Aunque sus amigas no vieron nada, ella estaba segura. Su querido regresaría con bien. –Aún no vendrá- se decía:

–Es lógico al regresar de campaña tienen que presentar sus armas al Santo Padre, pero en cuanto le retiren el servicio vendrá aquí enseguida y no se volverá a ir- Al dar cuenta de estas razones parecía alegrarse más y los hoyuelos en sus mejillas se acentuaban haciéndola lucir aún más bonita. Pronto se escucharon los cascos del corcel. Ana los reconoció enseguida y salió presurosa a recibir al caballero. Este se bajo presuroso de la bestia y la mujer se le colgó al cuello enseguida. -¡Que bueno que pudiste venir!- El caballero la abrazó tan intensamente que Ana se estremeció. Cuando dos personas, que se extrañan, se encuentran tras una larga separación es natural que su saludo sea emotivo; sin embargo aquel abrazo era aún más ardoroso, más bien se asemejaba al de una despedida; una terrible despedida, tal vez de las que no tienen retorno. Ana se apartó de el y lo miró fijamente como si de golpe comprendiera todo. Las mujeres siempre tienen esa habilidad, cuando piden una explicación ya lo saben todo de antemano y solo lo hacen para aumentar su dolor con la amargura que da la certeza. -¿Cómo, aún tienes que partir?- El caballero bajo la cabeza. -¡Pero si ya recuperaron tierra santa!, ¿Para qué más necesita soldados el Papa?- Ana decía esto con más desesperación que rabia. Cuando Ana decía cosas por el estilo Dupont se estremecía, ya en otras ocasiones dudaba de la fe de Ana y desde hacía tiempo le rezaba a Dios por que se estuviera equivocado. Sin embargo Ana creía, pero cada día que Dupound se ausentó arrancó un poco de fe en su corazón. <El mejor escudo que poseen los soldados son las oraciones de sus amadas y la mejor espada su recuerdo. Mientras un hombre tenga quien lo espere en casa luchará más ardorosamente y tendrá más posibilidades de volver a su patria. Además cunado las batallas se tornan más crueles y requieren la presencia de todos los hombres que puedan levantar una espada, las mujeres toman las tareas que les corresponden a ellos y es solo gracias a esto que al final de la guerra el país no se encuentre en ruinas> -Dupound has luchado por tres años, ¿Por qué el Papa no te retira el servicio?- Dijo en vos baja y llena de desesperanza. Dupond la miró compasivamente. –de nuevo su temor se hacía presente, ¿cómo puede ella, su querida Ana cuestionar al Santo Padre?, sabía que la falta de fe en Ana se convertiría en una maldición. El después de todo no era más que un soldado, ¡Un soldado de Cristo! Y si la voluntad de Dios es que muriese en batalla. Eso sería lo mejor. Sin duda Ana no creía en la vida futura y por eso trataba de retenerlo. Estos pensamientos ponían muy triste a Dupund. La miró fijamente y tomó sus manos. –Mira Ana estoy seguro que la lucha pronto se acabará, pero juré servir al cristianismo en lo que necesitase. Si no cumplo mi promesa jamás podremos casarnos y eso es lo que yo más quiero. Se paciente, te prometo que a mi regreso podremos vivir juntos por siempre, abandonaré las armas y nuestros hijos podrán crecer muy sanos en una granja que tú y yo cuidaremos amorosamente, pero debes ser paciente. Esa es la voluntad de Dios- Ana no pudo contenerse y algunas lágrimas resbalaron por su rostro. Esa vez sería distinto, estaba segura, un oscuro presentimiento invadía su alma. De algún modo Dupound jamás iba a regresar. Lo abrazó muy fuerte como queriendo asirlo y que este no pudiese marcharse nunca. Dupoun arrancó la insignia cruzada de su pecho. –¡Dupoun!, ¿Qué estas haciendo? Esa insignia solo puede ser retirada por el Santo Padre cuando tu misión haya sido cumplida- Dupundo miró por un momento la insignia. Era una cruz negra en un fondo rojo, representaba los votos de su servicio y lo identificaba como un soldado de cristo. Se la dio a Ana. –Esta insignia la tomé del Papa para servir a su Santa Causa, prometiendo ser siempre fiel. Ahora te la entrego a ti Ana y te prometo que siempre te llevaré en mi corazón no importa lo que pase, siempre te seré fiel. Tal ves algún día los bienaventurados prosperen, entonces tú y yo podremos ser muy felices y viviremos en paz por siempre juntos- Ana tomó la insignia y abrazó a su amado fuertemente. Dupound miró detenidamente su cara como queriendo gravar aquellas hermosas facciones que tanto a amado y que amará para siempre. Al marcharse miró la colina que conducía al molino por última vez y sintió un escalofrío. Acababa de jurar algo que tal vez no podría cumplir. Es posible que esta ves no regresase, era lo más seguro lo presentía. –Aún contamos con la vida eterna para estar juntos- se decía, sin embargo le atemorizaba que Ana quizá no fuese creyente. Por eso le imploraba que no se marchara, de algún modo ella no creía en la vida futura y no la volvería a ver. De cualquier forma el lo daría todo por ella incluso su felicidad, incluso su alma; si su alma, ¿De que sirve el alma que respira en el pecho ,o de que sirve la felicidad eterna con la conciencia de la soledad?, Dupound tenía que sacrificar su felicidad y su paz para siempre, ese era su trágico destino. Suspiro y marcho a todo galope para reunirse con sus escuderos y continuar la fatigante marcha a la Santa Cede.

Capítulo III: El santo secreo I


El salón era muy amplio, podría describirse como inmenso. Para poder contemplar los frescos en el techo, había que volver por completo la cabeza. De forma rectangular, el recinto estaba colmado por lujosas sillas en hilera, adornadas por ancianos en suntuosas vestimentas doradas. El entorno aunque sobrio, era sumamente lujoso. La gran puerta de entrada era inverosímil, se diría que era imposible que los hombres pudiesen abrirla. Una gran alfombra recorrían el enorme pasillo en donde los reverenciales príncipes eclesiásticos montaban valla en sus sillas doradas al Papa que se encontraba al fondo del recinto en un enorme trono y un poco alzado por algunas escalerillas que lo elevaban lo suficiente para hacerlo completamente visible y resaltar su presencia.

Las enormes puertas se abrieron de par en par de pronto, el Santo Padre y su corte se levantaron al unísono y hermosos cantos gregorianos dejaron escucharse. Un grupo de caballeros con sus armaduras puestas y adornados con suntuosas capas entraron al recinto, avanzaron haciendo reverencias a cada autoridad eclesiástica hasta llegar al Santo Padre. Dupont, que era el primero de los caballeros recién llegados, en formación de V, alcanzó el trono del Papa y se arrodilló besando el anillo del pescador. El Papa alzó la mano e hizo la bendición de la cruz a sus caballeros, se levantó y fue al lugar en donde se encontraba cada uno, les dio a besar el anillo del pescador y luego les fue retirando la insignia cruzada. La insignia cruzada era una ícono sencillo que representaba una cruz roja en un fondo negro, era el máximo símbolo del cristianismo y solo podía ser puesta y quitada por el Santo Padre a los hombres más honorables y dignos: guerreros cristianos destinados a defender la fe con sus propias vidas y el retirarles la insignia significaba que habían cumplido la misión con gran éxito. El Santo Padre tomó las insignias de los caballeros a espaldas de Dupont, pero a él no se la retiró, pasó a su lado y se sentó en su trono. Hizo un movimiento con la mano, volviendo a bendecir, y los caballeros se levantaron y se fueron retirando, excepto Dupont que continuaba con la cara vuelta al suelo.

El Papa se retiro la mitra, un gesto poco común en esa época y lo colocó en una mesita de al lado, sin Mitra se veía de pronto minúsculo e insignificante, débil y cansado, era increíble pensar que el hombre más poderoso del mundo fuese tan frágil. Los importantes clérigos apostados a lo largo del recinto conocían bien el gesto, se levantaron al unísono, hicieron una reverencia y salieron en silencio del recinto, tras ellos la enorme puerta se cerró estrepitosamente. –Ahora podemos hablar hijo, esta habitación está completamente aislada- dijo a Dupont que continuaba arrodillado y con la vista al suelo. Inevitablemente sabía porqué estaba ahí: si el papa no le había retirado la insignia cruzada seguramente era porque aún requería de sus servicios. En ese fugaz instante pensó en María y un terrible presentimiento se apoderó de él y se estremeció. –Dupont, alza la vista por favor, necesito confesarme- Dupont alzó levemente la vista, aquello le resultó de momento inverosímil. –Señor, ¿cómo puede el hombre más Santo de la tierra confesarse ante el más pecador?- Dijo Dupont humildemente y bajo de nuevo la vista. –He cometido errores Dupont y conozco su precio. Jesús predicaba con el amor su evangelio y yo solo pude predicarlo con la guerra. Conozco el precio hijo, desde que la primera espada cegó una vida en aquel terrible campo en el que hombres en lugar de sembrar semilla para cosechar trigo, sembraron su sangre para cosechar miseria y ruina. ¡Ellos no tienen la culpa señor, no saben lo que hacen!- El mortificado Grito, se levantó, aquel hombre se veía realmente reducido, el enorme recinto remarcaba su insignificancia y el color dorado tan dominante acentuaba la miseria de su rostro contorsionado por el sufrimiento. Las presiones, pero sobre todo la intranquilidad producen terribles efectos en los hombres, y el Papa, por muy santo, era aún carnal. <> El papa estaba cabizbajo y con los puños apretados, de pronto alzo la cara y Dupont sintió que tal vez lo vería morir en esos instantes, -¡Los hice perderse Dupont! en lugar de salvar sus almas como corresponde. Pero tenía que hacerlo, los infieles son pervertidos, tienen muchas esposas, se revuelcan en los placeres del mundo. Y la fe cristiana estaba en peligro: las enfermedades la mermaban, ¿Cómo es posible que los hijos obedientes de Dios sufran su ira con la peste y la ruina de sus ciudades?, tenía que haber una explicación, la fe se perdía, los campesinos, ya de por si miserables sufrían, las almas humildes caían en la tentación, es obvio que el ministerio de Dios tenía que entrar en acción, pero ¿cómo? ¿Con amor y misericordia?, no el amor no bastaría para un mundo tan enfermo, y la misericordia no haría más que terminar de dar muerte a los miserables. Lo sabía Dupont sabía que me condenaba, pero ¿mi alma por la de todo el rebaño?, es un precio justo, el Señor jamás me perdonará sembrar el odio en su pueblo, es un odio que durará siglos, tal vez milenios, pero así la fe cristiana sobrevivirá y se hará fuerte, el verdadero mensaje aún esta ahí, en las escrituras, yo no supe entenderlo, pero en cambió lo he preservado aún acosta de mi salvación eterna, tal vez habrá quien pueda enmendar mi error, ¡Yo mismo quiero hacerlo, pero no es nada fácil! Una vez que empecé ya no puedo detenerlo- De pronto el Papa pareció comprender algo, algo terrible, detuvo su discurso de lleno y se desplomó en la silla, su rostro se llenó de sudor y se sintió pasmado casi en shock -¡Tal vez ya nada pueda enmendarlo!- Entrelazó las manos en forma de oración y permaneció unos instantes en silencio. Dupont se dio cuenta de que aquello podría valer o no la pena, la decisión tomada, tal vez era la más aceptable si la misión era preservar al Cristianismo, pero ¿valía la pena?, ¿Era justo que la iglesia sembrara el odio entre los hombres?, debía existir otro modo, de pronto recordó a su bella María y se sintió desconsolado, tal ves no la vería de nuevo, y ¿Cuántos otros se separarían de sus amadas para no reunirse de nuevo?, aquella solución era dolorosa, ¡Cuánta falta le hace la luz al mundo! conforme los siglos pasan es más difícil ser bueno, y es más difícil saber lo que eso significa, el sacrificio del Papa valdría preservar la fe Cristiana hasta que la verdadera luz toque al mundo y el auténtico justo tenga el mensaje nuevo preservado por los siglos a costa de sangre y perdición de almas fieles a la causa de Cristo.

Capitulo IV: El Santo Secreto II


La lluvia colmó con su suave rumor apaciguante la atmósfera, esta solo se interrumpía por los inquietantes truenos que violentamente incendiaban el cielo. Dupound arrodillado sobre una ermita en ruinas ofrecía su espada al cristo en el altar. Se trataba del secreto templo de los caballeros de Cristo, una iglesia tan antigua como el hombre, sagrada en varias épocas y más sagrada aún en la actualidad, ya en ruinas dejaba colar refrescantes chorros por las incontables goteras del techo, pero su atmósfera sacra aún inspiraba a los valientes que en ella se arrodillaba. Su secreta ubicación solo era conocida por unos cuantos privilegiados. Como dictaba la costumbre, antes de ir a una campaña peligrosa y probablemente sin retorno, los caballeros oraban por tres días en ella. El moño violeta de Dupound sostenía una larga y abundante cabellera que le escurría elegantemente sobre la espalda, la inmensa capa de terciopelo rojo atada a sus hombros se extendía por más de diez metros hasta la entrada. Los quince escuderos de Dupound se resguardaban de la glacial lluvia en el potrero de la ermita que estaba tan cerca que Dupound podía escuchar las intermitentes coses de los caballos. El rumor de la lluvia y su confortante soledad lo orillaron a pensar en las palabras del Santo Padre -¡El mal existe!- le había dicho durante su secreta conferencia, -Por muchos años lo hemos rastreado, al principió pensamos que no eran más que leyendas, pero la bestia, que se arrastraba desde el comienzo de los tiempos, ahora anda en sus dos piernas y se hace fuerte-, Dupoun escuchaba confuso el relato sin poder atinar si el Papa hablaba metafóricamente, el Santo Padre pareció entender su confusión y rió misericordiosamente. –Si hijo, quiero dejarle algo al mundo ya que le he quitado tanto. Tu misión será terrible, debes buscar al mal y destruirlo. ¡Solo tú, el más puro de mis caballeros puede hacerlo! él es poderoso hijo, y puede tentar al hombre. Su cabeza es milenaria, ha existido siempre.- Dupound no se atrevía a alzar los ojos y continuaba sin entender aquello, pero aceptaba humildemente lo que le decían y naturalmente se disponía a cumplir su misión cualquiera que esta fuese. –La sangre de Caín se regó por el mundo, y el mal se debilitó durante siglos, se dispersó por la humanidad y en varias ocasiones fue erradicado, pero siempre encontraba el camino para reaparecer. Su reino, es de este mundo, es del hombre. Su religión, la codicia, se ha practicado siempre, él es ya un viejo conocido de la humanidad, por su culpa el hombre perdió la inmortalidad, pero esto no le resulta suficiente, nos odia porque odia a nuestro Padre, siente repudió de que Él nos ame y por eso siempre intentará destruirnos- Aquello se asemejaba a la doctrina que Dupound había recibido desde niño, se limitaba a escuchar y asentir de vez en cuando con la cabeza. –El mal etéreo puede tornarse tangible, pues conoce al hombre, y cuando concentra su vileza puede manifestarse. Cada vez es más fuerte, no estamos muy bien informados pero sabemos que existe y que un día destruirá a la humanidad, eso esta escrito desde el comienzo de los tiempos. ¡Pero Dios es grande! y el amor por sus hijos no conoce límite, nos ha dado armas para combatirlo: tenemos la fe y el amor, cosas grandes y poderosas, son nuestra herencia del cielo; en cambio él no las conoce y esa será su perdición, pero también hay armas físicas y materiales que solo aparecen cuando el mal también lo hace y si te he llamado es porque tengo la certeza de que ha llegado el tiempo que temíamos.- Después el Papa condujo a Dupound por una serie intrincada de pasajes ocultos, en algunos se veían figuras de santos con cara triste y macilenta, en otra había una representación muy vívida de los demonios siendo expulsados San Miguel y sus huestes de ángeles, en otras cámaras se veían figuras de reyes Cristianos y así pasaban galerías y galerías de pesadas puertas que solo podían abrirse por el anillo del pescador casi de manera mágica cuando el Santo Padre lo deslizaba sobre las cerraduras. Llegaron hasta una oscura galería que solo estaba iluminada al centro, era de forma circular, sería imposible medir su longitud o su decorado porque estaba cubierta por la absoluta sombra, pero al centro bañada directamente por la luz de día se encontraba un exquisito cofre posado sobre una alfombra roja ricamente bordada al parecer a un estilo griego con flores muy geométricas. El Santo Padre se arrodilló y Dupound lo imitó inmediatamente, luego se acercó al cofre y extrajo una llave de su pecho para abrirlo. -¡Esta es una de las reliquias más sagradas del Cristianismo!, su sola existencia es un don entregado a la humanidad- Al abrir el cofre la luz se reflejó de golpe en su interior partiéndose en miles de hilos color plata que iluminaron toda la habitación, de pronto Dupound comprendió que aquella recámara había sido diseñada para resaltar aquel precioso objeto que tras ser descubierto irradiaba, con la luz que caía sobre él, toda la cámara como si amplificase la luz. Aquel objeto era tan hermoso que las lágrimas cundieron por el rostro del Dupound, nunca había visto nada tan bello en su vida y la emoción le hacía nudos la garganta.

La lluvia arreció, cayó a caudales con furia y los rayos estremecían a los escuderos en la caballeriza, pero Dupound se sentía cada vez más fuerte, ¡Cumpliría su misión! y aquel precioso objeto lo ayudaría, con él no podía fallar. Sus tres días de rezo terminaron, alzó bruscamente la cabeza hacía la imagen del Cristo crucificado, se persigno, alzó rápidamente la mano, que detenía la espada sobre la que había estado reposando durante tres días, y cortó de un solo tajo la enorme capa de diez metros hasta la altura de sus tobillos, salió de prisa con el yelmo en la mano y gritó -¡Ensillen mi caballo!, nos vamos- La lluvia arreció tremendamente como si tributara al brío de aquel caballero que a todo galope se dirigía hacia su destino, su propia perdición y tal vez la de su alma, pero con el coraje y la fe de un guerrero cristiano y portando secretamente aquella reliquia marchó a galope con las esperanzas de la humanidad.

Prefacio al Capítulo V:


Hemos dejado al hermano Carnought por unos capítulos para explicar los acontecimientos que sucedían en la Santa Cede, pero ahora es necesario retornar a su escalofriante historia. No es fácil dilucidar la naturaleza del mal; el hermano Carnought podría ser quizá el más pervertido de los seres humanos, pero ¿quién podría ser su amo?, así me lo ha preguntado una de mis queridas lectoras e incluso me ha asegurado que Dios mismo podría ser el amo de una criatura tan pervertida. Debo confesar que no lo había pensado así, pero como ya lo dice el evangelio según san Juan: “Nada puede venir a mí sin que esta sea antes la voluntad de mi padre”. Si el mal existe es porque esa la misma voluntad de Dios y visto de esa forma Dios es el amo absoluto de toda criatura buena y mala existentes tanto en espíritu como en carne. Además el mal no puede concebirse como lo contrario del mal; es más bien la ausencia del bien. Puede entenderse que una habitación esté iluminada por alguna lámpara, si apagamos esa lámpara lo lógico será que se suma en la oscuridad y esta oscuridad no es lo contrario a la luz; más bien es la ausencia de esta. Lo mismo ocurre con el bien y el mal, por tanto el mal es relativo. Como ya lo decía San Agustín: “ El mal es relativo, lo que existe verdaderamente siempre es el bien. Y si el mal es relativo y es falta de ser, no puede limitar a un Dios perfecto y bueno”. Así dejo de paso completamente aclarado el punto sobre quien es el amo absoluto del hermano Carnought; sin embargo en esta tierra tiene otro amo, un amo terrible.

Capítulo V: Lagrimas negras.


El hermano Carnought trató de incorporarse, pero le fue imposible, su brazo estaba por completo desecho. Aterrado vio como una sombra inmensa se posaba sobre él y un firme pie descendió sobre su rodilla triturándola cabalmente y haciéndole sentir un terrible dolor. El hermano Carnought pegó un desesperado alarido que retumbó por toda la secreta Catedral de las ánimas mártires. –Puedo ver con gozo que después de todos estos siglos aún puedes experimentar dolor.- La figura tomó al hermano Carnought por la cabeza y lo alzó con fuerza sobrenatural sobre el piso. La respiración de Carnought era trabajosa y una espesa sangre negruzca y podrida comenzó a gotear por la manga de la túnica. Con mucho trabajo al fin pudo articulare con una vos rasposa y casi imperceptible: -por favor mátame, líbrame del sufrimiento, te he servido ya por mucho tiempo, jamás te he contradicho; solo mátame- La figura, que también llevaba una túnica, alzó un brazo y mostró una mano humana, un anillo con un rubí alucinadamente escarlata la coronaba, y sostenía una daga de plata con el grabado de tres colmillos en la hoja. La figura blandió la daga sobre el cuello del hermano Carnought y más de esa espesa sangre broto de él, tenía un olor fétido, no como el de un animal muerto, peor el aroma era tan repugnante que ningún ser humano lo soportaría y lo más probable es que muriese vomitando sus propias entrañas si alguien llegase a olerlo. Sin embargo el hermano Carnought no murió por aquel acto infame. La figura lo arrojo lejos de sí y se fue a estrellar en el Cristo de la horrible mueca que aderezaba el altar. El hermano sin fuerzas cayó al piso y sentía, desesperado, como el dolor en lugar de disminuir con aquella herida mortal aumentaba. <muchos atormentados esperan que que la muerte les de descanso, pareciera que los heridos de muerte no sufren más; lejos de ello experimentan una gradual pérdida de sus fuerzas y terminan por morir como si entrasen en un profundo sueño> Sin embargo el hermano Carnought se sentía con aún más conciencia de su propio infortunio. -¡Idiota! Sabes bien que no te permitiré morir hasta que tu sufrimiento me de un profundo deleite. Cada mueca desesperada, cada contorción de sufrimiento que tú, asquerosa piltrafa, experimentas me llena de goce. No tienes idea de lo mucho que te repugno.¡Imbécil!, te aseguro que jamás haría algo que pudiera desencadenar en el menor de tus reposos. Mi mayor alegría es verte sufrir desesperado; verte sufrir hasta repudiar tu asquerosa humanidad; que todo tu cuerpo se reduzca a estiércol vomitivo; que se corrompa hasta el punto sin retorno en que Él ya no pueda hacer nada por ti miserable. Solo entonces te dejaré morir- Habiéndole dicho eso, comenzó a descargar sobre el hermano Carnought una terrible lluvia de golpes y puñaladas por todo el cuerpo. Pese a tener la garganta cercenada el pobre daba terribles gritos roncos, más parecidos a los de un animal que a los de un ser humano. -¿Qué te pasa cerdo?-, y le pateo la cara de tal forma que la mitad de sus dientes se le desprendieron formando un pútrido cuajo que resbaló por su quijada. -¿Por qué ya no imploras piedad? A ya veo, tienes cercenadas las cuerdas bucales. Mira si puedes decir que te deje en paz no volveré a molestarte- El hermano Carnought desesperado trató de hablar, pero en su lugar solo le salían espantosos bufidos y la herida en su cuello vibraba como una membrana y no dejaba de emanar pus. -¿Quieres que te mate verdad?- El hermano Carnought asentía rápidamente con la cabeza. -La única manera de que mueras es si te arrepientes, pero no creas que morirte te salvara, tu cuerpo esta tan corrompido que no eres más un ser humano. Él los hiso a su imagen y semejanza, y mira lo que tú hiciste con su imagen, jamás te lo perdonara. Además tu alma ya se ha envilecido demasiado. Él les concede gracia a los hombres que se arrepienten de corazón antes de morir, pero tu alma esta tan envilecida que Él ni te mirara a la cara, le darás asco. Además mira esta piltrafa, ni siquiera es un cuerpo de hombre. Morirás cuando te arrepientas y cuando lo hagas caerás en las manos del Gran Maestro. No te confundas; pese a que hiciste mucho mal en la tierra; pese a que vejaste a tantos hombres, criaturas que el aborrece, te odia. Cuando te ponga una mano encima lo lamentarás y si los tormentos que yo te provoco te causan sufrimiento los de él serán en absoluto indescriptibles. Su maldad no tiene límites, se escapa de toda comprensión humana y el te tendrá y será peor para ti porque conservarás tu vejado cuerpo cuando estés en su presencia y como ya estarás arrepentido tu sufrimiento espiritual será mucho peor que el físico. ¿Te das cuenta de lo que te espera? Jajaja ya ansío que estés frente al Maestro y sufras. Te odia porque tú puedes hacer lo que te place en la tierra, mientras él no puede salir de su vil confinamiento. Cada instante que vives, cada respiración tuya le ofende y cuando te tenga sufrirás. No te preocupes estúpido, te daré el gusto de saber lo que te espera.- Y dicho eso redoblo sus esfuerzos en la paliza le arrancó de tajo uno de los brazos y lo arrojó. El dolor del hermano Carnought era indescriptible, miró el rostro del Cristo en la cruz y por un instante sintió que la horrible mueca de horror infrahumano se torno en un gesto de compasión –Él me perdonará- pensó y miro tiernamente a aquel rostro. Su verdugo pareció darse cuenta y de un golpe lo lanzó hasta el centro de la Catedral -¡Necio imbécil! ya te lo dije, le repugnas. Él jamás podrá ayudarte, morirás en tu podredumbre y tu alma se perderá para siempre. Ese es tu destino, maldito. Y como veo que los castigos físicos que te causo no te hacen sufrir tanto como me gustaría te daré un don extra: La visión infernal. Ningún hombre la soporta, un solo segundo de ella y perderás la razón para siempre. Tu débil alma no lo podrá tolerar. Tal vez así te arrepientas de una vez por todas y veas al maestro, ¡Te torturará para siempre!- y empezó a tomar girones de la carne de Carnought y a devorárselos, su sangre era asquerosa pero su carne peor aún. Ni el cadáver más abandonado, ni los despojos leprosos dejados a su suerte en el más vil de los estercoleros de la tierra tendría esa asquerosa textura, era inexplicable que un cuerpo tan decrépito, tan corrupto pudiera albergar aún la vida y si era así la calidad de esta sería ínfima. El terrible verdugo devoró esa carne tan vil y su asco fue inmediato, arrojó un espeso vómito sobre sus manos. El vómito, de un color pardusco, estaba tibio y formaba un desfile de espesas burbujas pestilentes, lo tomó y lo embarró en los ojos del hermano Carnought. Este intentó cerrarlos pero no pudo; la sustancia penetró en sus cuencas infectándolas de inmediato. Los ojos del hermano Carnought tal ves eran la única parte de humano que le quedaba, aún eran de un hermoso azul, pero al contacto de el asqueroso coctel se volvieron rojos de inmediato y se infectaron rápidamente creando muchas pequeñas venas capilares que estallaban llenando su rostro de sangre. Apenas recibió la sustancia y gritó aterrado. Su grito, tal vez el más espantoso en la vida de alguien acostumbrado a mugir ruidos terribles, atronó rompiendo los cristales de los vitrales y no era para menos: aquella sustancia le había permitido el don más tenebroso que jamás se le haya mostrado al hombre: La visión del infierno. Ahí ocurrían tormentos, tanto espirituales como físicos, indecibles. La mente del hombre no alcanzaría para describirlos. -¡Disfrútalo cerdo! porque eso es lo que te espera dentro de poco. – El hermano Carnought movía la cabeza negándolo muy rápido, convulsivamente. Sus ojos estaban muy abiertos y desorbitados, mugía como bestia y su boca se llenaba con su asquerosa sangre. –Muy bien, déjame decirte una confesión final. Se trata de tu querida madre, la única persona que ha sido buena alguna vez contigo. Ella esta ahí y es por tu causa. Quiso atenuar tu condena con su propia alma. Pero eso no sirvió más que para perderla, porque tu condena es infinita y ahora ¡La de ella también!- Y ante la vista del hermano Carnought apareció una mujer con el cuerpo lleno de llagas que manaban pus; su rostro había contraído una expresión de bestia vil, como si a un engendro asqueroso y mal nacido se le abandonase meses en el desierto. Aquel rostro, en otro tiempo hermoso y de proporciones inteligentes, estaba vejado terriblemente; la mujer, completamente desnuda, llena de pudor trataba de ocultar sus senos pero entre varios demonios la sujetaba, por más que intentaba no podía apartar su sexo y era violada por las terribles gárgolas, eran docenas, todas querían participar en la espantosa orgía y las que no ganaban espacio para hacerlo, mordían a su pobre víctima con indecible crueldad y otras la violaban por las llagas que sus compañeras habían abierto a mordidas. La imagen era terrible, y acongojó el corazón del hermano Carnought. Al ver a su pobre y buena madre sufrir tan indecibles tormentos y al saber que había sido por su causa se arrepintió de corazón. Una terrible conmoción se apoderó de él de sobresalto, como quien acaba de descubrir su destino, o como el criminal que acaba de recibir su condena. Entonces sus ojos se limpiaron de la sustancia vil y al recuperar la vista pudo ver la cara de compasión del Cristo, sufría con él incluso cargaba con su sufrimiento. Su terrible captor lo miró burlonamente. Ya es muy tarde, Él ya no puede ayudarte, y te juro que eso quiere pero no, tu mismo te has perdido hasta este extremo, Él solo puede perdonar a los hombres pero tú hace tiempo que ya no lo eres: nacido hombre te rebajaste a demonio. Ahora sufre las consecuencias de tu propia perdición y dime -¿Valió la pena, los incansables placeres que te regale?, ¿valieron tanto sufrimiento? jajaja gozo tu arrepentimiento, maldito. Ahora si comenzará tu verdadero sufrimiento. El hermano Carnought estaba sumamente acongojado, su vista pronto comenzó a nublarse, esta ves lentamente, y la visión de la catedral se fue atenuando para dar paso de nuevo a la infernal. El hermano estaba condenado, se arrepentía de corazón, pero no pudo salvarse, su naturaleza lo perdió para siempre; quiso llorar pero le ardían los ojos, ¡estaba tan cansado!, sin embargo jamás podría descansar. Si tan solo fuera hombre alcanzaría la indulgencia, pero para un demonio ese don estaba negado, mientras moría como último acto de compasión vio el cielo. Se perdería para siempre de aquel tesoro, en ese instante fugas reconfortó su alma y lentamente sucedió la visión del inferno, los eternos tormentos le esperaban. Pero él los recibiría con gusto. Lentamente se fue desvaneciendo y de sus ojos brotó la última humanidad que conservaba. <Pese a que el hermano Carnoght era ya un demonio, sus ojos se humedecieron: resbalaron, en unas cuantas espesas gotas, un par de lágrimas negras. Su verdugo tomo esas lágrimas y las encerró en un pequeño frasco hecho en expreso para este propósito. Al ver las pequeñas lágrimas, espesas como veneno, aquel misterioso ser sonrió; su expresión era de júbilo había cumplido su cometido. Esas pequeñas lágrimas contenían siglos de espera: había vejado pacientemente, como quien fermenta el vino en su cava, el cuerpo y el alma de Carnought, compartiendo su preciosa inmortalidad con él con tal de obtener aquel tesoro. En las lágrimas estaba contenida la esencia de la corrupción del hombre, representada por la vejación del hermano Carnought. Sin duda ese sería el más magnifico ataque contra el género humano jamás perpetrado: la corrupción del templo; la vejación del cuerpo. Muy pronto aquel ser vil dejaría correr libremente esa sustancia tan dañina y se corrompería el organismo de millares de personas al punto de amenazar la población mundial. Además, todo aquel que muriese por esa causa jamás podría tener salvación, pues dejarían de ser hombres tal como el hermano Carnought y Él no podría salvarlos. Fue así como en la tierra apareció el más terrible mal jamás conocido, y que atormentó a la humanidad por tanto tiempo: la peste negra.