El polvo se levantaba a lo largo de la colina, el sol resplandeciente daba destellos sobre el valle y jugueteaba en el horizonte. Cuando el ruido de los pesados cascos comenzó a escucharse la aldea se despertó de golpe. Todos salieron para ver aquello. Eran los cruzados, venían victoriosos de tierra santa. La aldea los colmó de vítores. El caballero de adelante portaba un estandarte rojo con la figura de un león dorado. Los soldados pasaban rasgando el tranquilo valle con sus resplandecientes destellos plata. Como transitaban a lo lejos, los pobladores gritaban entusiasmados con la esperanza de que los caballeros pudieran escucharles. –¡Unos verdaderos héroes!- se decían, y no era para menos pues lograron expulsar a los infieles de tierra santa tras más de cien años de dominación.
Al caer la tarde un caballero de radiante armadura y larga capa entró de golpe a la aldea. De tras de él iban más de una docena de escuderos. Su yelmo con remaches de oro y el fuerte y blanco corcel admiraron a todos. Los villanos se quedaban boquiabiertos y las mujeres mostraban sus pañuelos desde los balcones. Algunas incluso les arrojaban flores. El alcalde se apresuró a recibir al caballero: –Mucha es la dicha, que vuestra gracia concede, en esta tarde, tal, que vuestra merced se digna a visitar esta la humilde aldea de…- El caballero se apresuro a bajar del corcel y le imperó al gobernante –Discúlpeme mucho su amablentísima excelencia, pero mi visita urge premura. Me hubiera gustado venir solo y vestido de aldeano para no llamar la atención; pero las circunstancias no me lo han permitido. Solo vengo a ver a una dignísima señora que vive en esta villa. Y ya que he fracasado en la discreción quiero anunciar al pueblo entero que la tomo por prometida- Sin más el caballero montó en su corcel y se marcho a todo galope. Al gobernador le hubiera gustado seguirle y descubrir que chica era la afortunada de desposar a tan magnífico caballero, pero los escuderos se le interpusieron. El alcalde pareció enfurecerse, pero al cabo de un momento se resignó y entró en la alcaldía.
Ana se encontraba más contenta de lo acostumbrado. Hacía sus labores en el molino de tal forma que ni tres muchachos podrían sustituirla. Ella siempre sonreía, pero ese día en especial su sonrisa le sentaba de maravilla, cantaba y bailaba y no dejaba de barrer. Con cada movimientos su largo y ondulado cabello negro revolvía el aire llenándolo de su magnifico perfume. Pese a que sus ropas eran pobres lo blanquísimo de su piel, lo cándido de su vos y la serenidad de su figura le habían ganado más de algún pretendiente. Parecía como si la alegría y pureza de su espíritu se reflejara en su cuerpo. Esa mañana había visto, con el estómago volcado de la emoción, pasar a los caballeros cruzados. Llena de expectación había escrutado las lejanas figuras buscando ávidamente alguna insignia o algún porte. Ella conocía muy bien la manera de andar de su amado, podría distinguirlo de entre quinientos jinetes. Su caballero, tenía una postura tan elegante y una figura tan majestuosa que serían la envidia de cualquier príncipe. Al no encontrarlo palideció súbitamente. Las guerras siempre son así –pensó- y se estremeció; pero de pronto la alegría iluminó de súbito su rostro: una insignia a lo lejos, o al menos eso le pareció. Aunque sus amigas no vieron nada, ella estaba segura. Su querido regresaría con bien. –Aún no vendrá- se decía:
–Es lógico al regresar de campaña tienen que presentar sus armas al Santo Padre, pero en cuanto le retiren el servicio vendrá aquí enseguida y no se volverá a ir- Al dar cuenta de estas razones parecía alegrarse más y los hoyuelos en sus mejillas se acentuaban haciéndola lucir aún más bonita. Pronto se escucharon los cascos del corcel. Ana los reconoció enseguida y salió presurosa a recibir al caballero. Este se bajo presuroso de la bestia y la mujer se le colgó al cuello enseguida. -¡Que bueno que pudiste venir!- El caballero la abrazó tan intensamente que Ana se estremeció. Cuando dos personas, que se extrañan, se encuentran tras una larga separación es natural que su saludo sea emotivo; sin embargo aquel abrazo era aún más ardoroso, más bien se asemejaba al de una despedida; una terrible despedida, tal vez de las que no tienen retorno. Ana se apartó de el y lo miró fijamente como si de golpe comprendiera todo. Las mujeres siempre tienen esa habilidad, cuando piden una explicación ya lo saben todo de antemano y solo lo hacen para aumentar su dolor con la amargura que da la certeza. -¿Cómo, aún tienes que partir?- El caballero bajo la cabeza. -¡Pero si ya recuperaron tierra santa!, ¿Para qué más necesita soldados el Papa?- Ana decía esto con más desesperación que rabia. Cuando Ana decía cosas por el estilo Dupont se estremecía, ya en otras ocasiones dudaba de la fe de Ana y desde hacía tiempo le rezaba a Dios por que se estuviera equivocado. Sin embargo Ana creía, pero cada día que Dupound se ausentó arrancó un poco de fe en su corazón. <
1 comentario:
Acabo de leer este capitulo, no se si es la continuación de la de los monjes, no lo creo, me gusto... el intentar describir los sentimientos aveces no es tan sencillo, con tu relato intente percibir lo que escribias, nada dificil por cierto, me quede con ganas de mas, pobre Ana, pero en cuestiones del amor... nunca se sabe.
Felicidades Vincent, escribe mas.
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