Capítulo III: El santo secreo I


El salón era muy amplio, podría describirse como inmenso. Para poder contemplar los frescos en el techo, había que volver por completo la cabeza. De forma rectangular, el recinto estaba colmado por lujosas sillas en hilera, adornadas por ancianos en suntuosas vestimentas doradas. El entorno aunque sobrio, era sumamente lujoso. La gran puerta de entrada era inverosímil, se diría que era imposible que los hombres pudiesen abrirla. Una gran alfombra recorrían el enorme pasillo en donde los reverenciales príncipes eclesiásticos montaban valla en sus sillas doradas al Papa que se encontraba al fondo del recinto en un enorme trono y un poco alzado por algunas escalerillas que lo elevaban lo suficiente para hacerlo completamente visible y resaltar su presencia.

Las enormes puertas se abrieron de par en par de pronto, el Santo Padre y su corte se levantaron al unísono y hermosos cantos gregorianos dejaron escucharse. Un grupo de caballeros con sus armaduras puestas y adornados con suntuosas capas entraron al recinto, avanzaron haciendo reverencias a cada autoridad eclesiástica hasta llegar al Santo Padre. Dupont, que era el primero de los caballeros recién llegados, en formación de V, alcanzó el trono del Papa y se arrodilló besando el anillo del pescador. El Papa alzó la mano e hizo la bendición de la cruz a sus caballeros, se levantó y fue al lugar en donde se encontraba cada uno, les dio a besar el anillo del pescador y luego les fue retirando la insignia cruzada. La insignia cruzada era una ícono sencillo que representaba una cruz roja en un fondo negro, era el máximo símbolo del cristianismo y solo podía ser puesta y quitada por el Santo Padre a los hombres más honorables y dignos: guerreros cristianos destinados a defender la fe con sus propias vidas y el retirarles la insignia significaba que habían cumplido la misión con gran éxito. El Santo Padre tomó las insignias de los caballeros a espaldas de Dupont, pero a él no se la retiró, pasó a su lado y se sentó en su trono. Hizo un movimiento con la mano, volviendo a bendecir, y los caballeros se levantaron y se fueron retirando, excepto Dupont que continuaba con la cara vuelta al suelo.

El Papa se retiro la mitra, un gesto poco común en esa época y lo colocó en una mesita de al lado, sin Mitra se veía de pronto minúsculo e insignificante, débil y cansado, era increíble pensar que el hombre más poderoso del mundo fuese tan frágil. Los importantes clérigos apostados a lo largo del recinto conocían bien el gesto, se levantaron al unísono, hicieron una reverencia y salieron en silencio del recinto, tras ellos la enorme puerta se cerró estrepitosamente. –Ahora podemos hablar hijo, esta habitación está completamente aislada- dijo a Dupont que continuaba arrodillado y con la vista al suelo. Inevitablemente sabía porqué estaba ahí: si el papa no le había retirado la insignia cruzada seguramente era porque aún requería de sus servicios. En ese fugaz instante pensó en María y un terrible presentimiento se apoderó de él y se estremeció. –Dupont, alza la vista por favor, necesito confesarme- Dupont alzó levemente la vista, aquello le resultó de momento inverosímil. –Señor, ¿cómo puede el hombre más Santo de la tierra confesarse ante el más pecador?- Dijo Dupont humildemente y bajo de nuevo la vista. –He cometido errores Dupont y conozco su precio. Jesús predicaba con el amor su evangelio y yo solo pude predicarlo con la guerra. Conozco el precio hijo, desde que la primera espada cegó una vida en aquel terrible campo en el que hombres en lugar de sembrar semilla para cosechar trigo, sembraron su sangre para cosechar miseria y ruina. ¡Ellos no tienen la culpa señor, no saben lo que hacen!- El mortificado Grito, se levantó, aquel hombre se veía realmente reducido, el enorme recinto remarcaba su insignificancia y el color dorado tan dominante acentuaba la miseria de su rostro contorsionado por el sufrimiento. Las presiones, pero sobre todo la intranquilidad producen terribles efectos en los hombres, y el Papa, por muy santo, era aún carnal. <> El papa estaba cabizbajo y con los puños apretados, de pronto alzo la cara y Dupont sintió que tal vez lo vería morir en esos instantes, -¡Los hice perderse Dupont! en lugar de salvar sus almas como corresponde. Pero tenía que hacerlo, los infieles son pervertidos, tienen muchas esposas, se revuelcan en los placeres del mundo. Y la fe cristiana estaba en peligro: las enfermedades la mermaban, ¿Cómo es posible que los hijos obedientes de Dios sufran su ira con la peste y la ruina de sus ciudades?, tenía que haber una explicación, la fe se perdía, los campesinos, ya de por si miserables sufrían, las almas humildes caían en la tentación, es obvio que el ministerio de Dios tenía que entrar en acción, pero ¿cómo? ¿Con amor y misericordia?, no el amor no bastaría para un mundo tan enfermo, y la misericordia no haría más que terminar de dar muerte a los miserables. Lo sabía Dupont sabía que me condenaba, pero ¿mi alma por la de todo el rebaño?, es un precio justo, el Señor jamás me perdonará sembrar el odio en su pueblo, es un odio que durará siglos, tal vez milenios, pero así la fe cristiana sobrevivirá y se hará fuerte, el verdadero mensaje aún esta ahí, en las escrituras, yo no supe entenderlo, pero en cambió lo he preservado aún acosta de mi salvación eterna, tal vez habrá quien pueda enmendar mi error, ¡Yo mismo quiero hacerlo, pero no es nada fácil! Una vez que empecé ya no puedo detenerlo- De pronto el Papa pareció comprender algo, algo terrible, detuvo su discurso de lleno y se desplomó en la silla, su rostro se llenó de sudor y se sintió pasmado casi en shock -¡Tal vez ya nada pueda enmendarlo!- Entrelazó las manos en forma de oración y permaneció unos instantes en silencio. Dupont se dio cuenta de que aquello podría valer o no la pena, la decisión tomada, tal vez era la más aceptable si la misión era preservar al Cristianismo, pero ¿valía la pena?, ¿Era justo que la iglesia sembrara el odio entre los hombres?, debía existir otro modo, de pronto recordó a su bella María y se sintió desconsolado, tal ves no la vería de nuevo, y ¿Cuántos otros se separarían de sus amadas para no reunirse de nuevo?, aquella solución era dolorosa, ¡Cuánta falta le hace la luz al mundo! conforme los siglos pasan es más difícil ser bueno, y es más difícil saber lo que eso significa, el sacrificio del Papa valdría preservar la fe Cristiana hasta que la verdadera luz toque al mundo y el auténtico justo tenga el mensaje nuevo preservado por los siglos a costa de sangre y perdición de almas fieles a la causa de Cristo.

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