
Atentamente: Vicente Guadarrama
Esta es una novela por entregas.

Los monjes, pese a ser la primera vez que entraban en la catedral, no sentían miedo. La promesa de que grandes placeres les aguardarían en el templo les daba paso firme, siguiendo al hermano Carnought a quien nunca habían visto, pues su túnica le ensombrecía siempre el rostro, avanzaban lentamente. Al entrar a la catedral la vista de grandes vitrales, algunos dieron un paso atrás horrorizados por la crueldad que las imágenes representaban. Todos los vitrales estaban adornados con impactantes escenas del infierno: demonios arrastrando mártires por espadas de hierro, personas cayendo en calderas de lava hirvientes, bestias masticando hombres y mujeres con muecas espantosas colmaban horrorosamente el lugar. El hermano Carnought, rió macabramente y se paseó entre sus monjes, estos llevaban un cirio negro enorme y muy pesado, tanto que algunos apenas podían sostenerlo con ambas manos. Carnought se paró justo en medio de ellos y extendió los brazos, los monjes hicieron una exagerada reverencia y se formaron en circulo perfecto alrededor del hermano Carnought. Permanecieron algunos instantes así, entonando ininteligibles cánticos sombríos. De pronto el hermano Carnought alzó los brazo al cielo y de golpe los monjes cayeron al piso retorciéndose como criaturas. Algunos cruzaban las piernas, todos gemían y se arañaban la túnica. El hermano Carnought río estrepitosamente y bajó de súbito los brazos. Los monjes dejaron de retorcerse y comenzaron a suplicar desesperados -¡más, por piedad más! Se siente tan bien, ¡más por favor hermano!- El hermano Carnought descubrió su capota y dejó ver su rostro por ves primera. Era indescriptiblemente horrible, su aceitosa cara estaba toda cubierta de llagas rojas, sus infectados ojos no dejaban de segregar lagañas y pus, y sus labios completamente amoratados no disimulaban bien sus terribles dientes afilados de piraña. Carecía por completo de nariz, parecía que alguien se la arrancó de tajo, en su lugar se asomaban dos hoyuelos que vibraban como membranas con su trabajosa respiración. Esta espantosa visión causo asco en los monjes y en algunos pavor, pero no rompieron la formación, simplemente volvieron los ojos a otro lugar. Sin embargo, en esa espantosa catedral no había un lugar donde posar la vista: las terribles imágenes en los vitrales causaban terror y las paredes estaban decoradas con horribles gárgolas y demonios, una solemne alfombra roja de orillas doradas atravesaba el recinto y al final había una altar con un cristo exageradamente demacrado y con cara de angustioso sufrimiento, sus facciones eran sobrehumanas, ¡Infrahumanas! Sería la palabra correcta, un ser humano, aún el más vil, sería incapaz de deformar su rostro de forma tan vulgar y atroz. Los monjes sintieron de pronto que un espanto sobrenatural colmaba todo su ser, como si se enterasen que están condenados a muerte, no algo peor, a la condenación eterna. El hermano Carnought por fin abrió su pestilente hocico (más que boca) y dijó –¡Yo les prometí grandes placeres!, y puedo asegurarme sin miedo a que me equivoque, que las sensaciones que experimentaron fueron indescriptibles pese a que todos ustedes no son más que unos brutos estériles: prostitutas, asesinos, imbéciles, profanos, viles, creo que en nuestro pequeño grupo hay toda clase de vulgares criaturas- En efecto, uno a uno, los monjes se fueron quitando la capota y descubriendo el rostro, en aquel lugar había mujeres obesas y de rostro demacrado, hombres de mirada demencial, viejos sifílicos y de mala porte, y toda clase de personajes de los que uno desconfiaría tan solo con mirarlas. Al ver que sus monjes por fin revelaban su identidad el hermano Carnought sonrió macabramente y volvió a bufar: –Les aseguro que lo que han experimentado, vulgares criaturas, no fue sino una milésima parte de los placeres que les esperan si deciden continuar. Pero cada instante saldrá muy caro pues cada segundo que experimentan placer envilecerá aún más su alma. Tal ves piensen que por ser unos canallas ya no pueden caer más bajo, pero se equivocan, El los ama y les perdonaría fácilmente sus injurias, pero anden, acepten mi invitación y envilézcanse, así cada instante de su existencia, cada hebra de aire que respiren será una ofensa para El, jajaja me lo imagino llorará amargamente por ver a las estúpidas criaturas que tanto ama, y que llama hijos, envilecidos de tal forma. Si aceptan mi invitación ¡y vaya que sé, lo harán! Se condenaran ustedes mismos y El sufrirá aún más cuando el Gran Maestro los tenga en su poder- Los monjes se miraron horrorizados, parecía que quisiesen huir. La enorme puerta de la catedral se abrió estrepitosamente y el sol inundó súbitamente el recinto. El hermano Carnought se tapó la cara nuevamente y dijo –Esta es su última oportunidad para renunciar, si lo hacen no volverán a sentir esos placeres tan voluptuosos que experimentaron y no volverán a verme, ¡esta es una oportunidad que no pueden perderse!- Los monjes vacilaron, al parecer querían escapar pero no podían, una sensación de emoción los invadió revolviendo sus estómagos, era un indescriptible deseo por lo prohibido. Uno de ellos dio decidido un paso, pero de golpe se detuvo y lentamente regresó a su lugar. El hermano Carnought rió terriblemente, se diría de forma sobrenatural y la enorme puerta de la catedral se cerró violentamente. El ruidoso golpe sacudió los corazones de los monjes, que al poco comprendieron estaban perdidos. Se cubrieron la cara con la túnica, depositaron sus cirios frente a ellos e hicieron una reverencia, esta vez solo inclinando un poco la cabeza. Uno de ellos sacó de la bolsa una cerilla y encendió su cirio. Al hacerlo un helor recorrió el lugar, fue como un escalofrío, pero extrañamente del cirio no broto llama alguna, al contrario dio la sensación de que el cuarto se ensombrecía un poco. Los monjes inclinaron de nuevo la cabeza y comenzaron a sentir inmediatamente un ligero placer, casi imperceptible. El siguiente monje repitió la operación del primero y ocurrió nuevamente la sensación del escalofrío, de igual modo el cuarto se oscureció otro poco como si hubiese llegado el atardecer. Las figuras en los vitrales adquirieron un tono rojizo que las hacía parecer más reales y las distintas muecas y sonrisas de los demonios parecían acentuarse. A la par una extraña sensación de placer invadió a los monjes, el efecto fue tal que algunos gimieron acalladamente. El siguiente monje encendió su cirio: el cuarto se oscureció un poco, se sintió el escalofrío y algunos monjes cruzaron las piernas y se mordieron los labios -¡Es tan delicioso!- dijo uno, otro gritó –Enciendan otro, pronto ¡deseo sentir más!- y otro monje se apresuro a encender el suyo, pero su placer era tanto que su cerilla se le resbaló en un temblor. Se apresuró a recogerla y lo encendió rápidamente. De inmediato, el tremor helado, luego la sombra y finalmente el placer. Este fue tal que algunos monjes no resistieron y cayeron al suelo para retorcerse, la escena era grotesca: los monjes se arañaban la cara y gemían como cerdos, gritaban -¡Más, más, más!- hasta que uno de ellos pudo incorporarse y encender su cirio. El escalofrió era cada vez más helado las sombras avanzaban mucho más desproporcionadamente en cada ocasión y el placer era enorme, tanto que el cuerpo ya no lo resistía. Los monjes con ojos desorbitados se arrancaban a mordidas sus propios labios, a otros se les llenaba la boca de espuma y se convulsionaban grotescamente uno de ellos en medio de su brutal voluptuosidad miró al Cristo del altar y esa visión lo llenó de espanto, el Cristo parecía afligidísimo como si experimentara un tormento inimaginable; su rostro se contrajo terriblemente y de su frente escurrieron gruesas gotas de sangre, pero al monje esta visión lejos de conmoverle le causo más placer.
El polvo se levantaba a lo largo de la colina, el sol resplandeciente daba destellos sobre el valle y jugueteaba en el horizonte. Cuando el ruido de los pesados cascos comenzó a escucharse la aldea se despertó de golpe. Todos salieron para ver aquello. Eran los cruzados, venían victoriosos de tierra santa. La aldea los colmó de vítores. El caballero de adelante portaba un estandarte rojo con la figura de un león dorado. Los soldados pasaban rasgando el tranquilo valle con sus resplandecientes destellos plata. Como transitaban a lo lejos, los pobladores gritaban entusiasmados con la esperanza de que los caballeros pudieran escucharles. –¡Unos verdaderos héroes!- se decían, y no era para menos pues lograron expulsar a los infieles de tierra santa tras más de cien años de dominación.
Al caer la tarde un caballero de radiante armadura y larga capa entró de golpe a la aldea. De tras de él iban más de una docena de escuderos. Su yelmo con remaches de oro y el fuerte y blanco corcel admiraron a todos. Los villanos se quedaban boquiabiertos y las mujeres mostraban sus pañuelos desde los balcones. Algunas incluso les arrojaban flores. El alcalde se apresuró a recibir al caballero: –Mucha es la dicha, que vuestra gracia concede, en esta tarde, tal, que vuestra merced se digna a visitar esta la humilde aldea de…- El caballero se apresuro a bajar del corcel y le imperó al gobernante –Discúlpeme mucho su amablentísima excelencia, pero mi visita urge premura. Me hubiera gustado venir solo y vestido de aldeano para no llamar la atención; pero las circunstancias no me lo han permitido. Solo vengo a ver a una dignísima señora que vive en esta villa. Y ya que he fracasado en la discreción quiero anunciar al pueblo entero que la tomo por prometida- Sin más el caballero montó en su corcel y se marcho a todo galope. Al gobernador le hubiera gustado seguirle y descubrir que chica era la afortunada de desposar a tan magnífico caballero, pero los escuderos se le interpusieron. El alcalde pareció enfurecerse, pero al cabo de un momento se resignó y entró en la alcaldía.
Ana se encontraba más contenta de lo acostumbrado. Hacía sus labores en el molino de tal forma que ni tres muchachos podrían sustituirla. Ella siempre sonreía, pero ese día en especial su sonrisa le sentaba de maravilla, cantaba y bailaba y no dejaba de barrer. Con cada movimientos su largo y ondulado cabello negro revolvía el aire llenándolo de su magnifico perfume. Pese a que sus ropas eran pobres lo blanquísimo de su piel, lo cándido de su vos y la serenidad de su figura le habían ganado más de algún pretendiente. Parecía como si la alegría y pureza de su espíritu se reflejara en su cuerpo. Esa mañana había visto, con el estómago volcado de la emoción, pasar a los caballeros cruzados. Llena de expectación había escrutado las lejanas figuras buscando ávidamente alguna insignia o algún porte. Ella conocía muy bien la manera de andar de su amado, podría distinguirlo de entre quinientos jinetes. Su caballero, tenía una postura tan elegante y una figura tan majestuosa que serían la envidia de cualquier príncipe. Al no encontrarlo palideció súbitamente. Las guerras siempre son así –pensó- y se estremeció; pero de pronto la alegría iluminó de súbito su rostro: una insignia a lo lejos, o al menos eso le pareció. Aunque sus amigas no vieron nada, ella estaba segura. Su querido regresaría con bien. –Aún no vendrá- se decía:
–Es lógico al regresar de campaña tienen que presentar sus armas al Santo Padre, pero en cuanto le retiren el servicio vendrá aquí enseguida y no se volverá a ir- Al dar cuenta de estas razones parecía alegrarse más y los hoyuelos en sus mejillas se acentuaban haciéndola lucir aún más bonita. Pronto se escucharon los cascos del corcel. Ana los reconoció enseguida y salió presurosa a recibir al caballero. Este se bajo presuroso de la bestia y la mujer se le colgó al cuello enseguida. -¡Que bueno que pudiste venir!- El caballero la abrazó tan intensamente que Ana se estremeció. Cuando dos personas, que se extrañan, se encuentran tras una larga separación es natural que su saludo sea emotivo; sin embargo aquel abrazo era aún más ardoroso, más bien se asemejaba al de una despedida; una terrible despedida, tal vez de las que no tienen retorno. Ana se apartó de el y lo miró fijamente como si de golpe comprendiera todo. Las mujeres siempre tienen esa habilidad, cuando piden una explicación ya lo saben todo de antemano y solo lo hacen para aumentar su dolor con la amargura que da la certeza. -¿Cómo, aún tienes que partir?- El caballero bajo la cabeza. -¡Pero si ya recuperaron tierra santa!, ¿Para qué más necesita soldados el Papa?- Ana decía esto con más desesperación que rabia. Cuando Ana decía cosas por el estilo Dupont se estremecía, ya en otras ocasiones dudaba de la fe de Ana y desde hacía tiempo le rezaba a Dios por que se estuviera equivocado. Sin embargo Ana creía, pero cada día que Dupound se ausentó arrancó un poco de fe en su corazón. <

El salón era muy amplio, podría describirse como inmenso. Para poder contemplar los frescos en el techo, había que volver por completo la cabeza. De forma rectangular, el recinto estaba colmado por lujosas sillas en hilera, adornadas por ancianos en suntuosas vestimentas doradas. El entorno aunque sobrio, era sumamente lujoso. La gran puerta de entrada era inverosímil, se diría que era imposible que los hombres pudiesen abrirla. Una gran alfombra recorrían el enorme pasillo en donde los reverenciales príncipes eclesiásticos montaban valla en sus sillas doradas al Papa que se encontraba al fondo del recinto en un enorme trono y un poco alzado por algunas escalerillas que lo elevaban lo suficiente para hacerlo completamente visible y resaltar su presencia.
Las enormes puertas se abrieron de par en par de pronto, el Santo Padre y su corte se levantaron al unísono y hermosos cantos gregorianos dejaron escucharse. Un grupo de caballeros con sus armaduras puestas y adornados con suntuosas capas entraron al recinto, avanzaron haciendo reverencias a cada autoridad eclesiástica hasta llegar al Santo Padre. Dupont, que era el primero de los caballeros recién llegados, en formación de V, alcanzó el trono del Papa y se arrodilló besando el anillo del pescador. El Papa alzó la mano e hizo la bendición de la cruz a sus caballeros, se levantó y fue al lugar en donde se encontraba cada uno, les dio a besar el anillo del pescador y luego les fue retirando la insignia cruzada. La insignia cruzada era una ícono sencillo que representaba una cruz roja en un fondo negro, era el máximo símbolo del cristianismo y solo podía ser puesta y quitada por el Santo Padre a los hombres más honorables y dignos: guerreros cristianos destinados a defender la fe con sus propias vidas y el retirarles la insignia significaba que habían cumplido la misión con gran éxito. El Santo Padre tomó las insignias de los caballeros a espaldas de Dupont, pero a él no se la retiró, pasó a su lado y se sentó en su trono. Hizo un movimiento con la mano, volviendo a bendecir, y los caballeros se levantaron y se fueron retirando, excepto Dupont que continuaba con la cara vuelta al suelo.

La lluvia colmó con su suave rumor apaciguante la atmósfera, esta solo se interrumpía por los inquietantes truenos que violentamente incendiaban el cielo. Dupound arrodillado sobre una ermita en ruinas ofrecía su espada al cristo en el altar. Se trataba del secreto templo de los caballeros de Cristo, una iglesia tan antigua como el hombre, sagrada en varias épocas y más sagrada aún en la actualidad, ya en ruinas dejaba colar refrescantes chorros por las incontables goteras del techo, pero su atmósfera sacra aún inspiraba a los valientes que en ella se arrodillaba. Su secreta ubicación solo era conocida por unos cuantos privilegiados. Como dictaba la costumbre, antes de ir a una campaña peligrosa y probablemente sin retorno, los caballeros oraban por tres días en ella. El moño violeta de Dupound sostenía una larga y abundante cabellera que le escurría elegantemente sobre la espalda, la inmensa capa de terciopelo rojo atada a sus hombros se extendía por más de diez metros hasta la entrada. Los quince escuderos de Dupound se resguardaban de la glacial lluvia en el potrero de la ermita que estaba tan cerca que Dupound podía escuchar las intermitentes coses de los caballos. El rumor de la lluvia y su confortante soledad lo orillaron a pensar en las palabras del Santo Padre -¡El mal existe!- le había dicho durante su secreta conferencia, -Por muchos años lo hemos rastreado, al principió pensamos que no eran más que leyendas, pero la bestia, que se arrastraba desde el comienzo de los tiempos, ahora anda en sus dos piernas y se hace fuerte-, Dupoun escuchaba confuso el relato sin poder atinar si el Papa hablaba metafóricamente, el Santo Padre pareció entender su confusión y rió misericordiosamente. –Si hijo, quiero dejarle algo al mundo ya que le he quitado tanto. Tu misión será terrible, debes buscar al mal y destruirlo. ¡Solo tú, el más puro de mis caballeros puede hacerlo! él es poderoso hijo, y puede tentar al hombre. Su cabeza es milenaria, ha existido siempre.- Dupound no se atrevía a alzar los ojos y continuaba sin entender aquello, pero aceptaba humildemente lo que le decían y naturalmente se disponía a cumplir su misión cualquiera que esta fuese. –La sangre de Caín se regó por el mundo, y el mal se debilitó durante siglos, se dispersó por la humanidad y en varias ocasiones fue erradicado, pero siempre encontraba el camino para reaparecer. Su reino, es de este mundo, es del hombre. Su religión, la codicia, se ha practicado siempre, él es ya un viejo conocido de la humanidad, por su culpa el hombre perdió la inmortalidad, pero esto no le resulta suficiente, nos odia porque odia a nuestro Padre, siente repudió de que Él nos ame y por eso siempre intentará destruirnos- Aquello se asemejaba a la doctrina que Dupound había recibido desde niño, se limitaba a escuchar y asentir de vez en cuando con la cabeza. –El mal etéreo puede tornarse tangible, pues conoce al hombre, y cuando concentra su vileza puede manifestarse. Cada vez es más fuerte, no estamos muy bien informados pero sabemos que existe y que un día destruirá a la humanidad, eso esta escrito desde el comienzo de los tiempos. ¡Pero Dios es grande! y el amor por sus hijos no conoce límite, nos ha dado armas para combatirlo: tenemos la fe y el amor, cosas grandes y poderosas, son nuestra herencia del cielo; en cambio él no las conoce y esa será su perdición, pero también hay armas físicas y materiales que solo aparecen cuando el mal también lo hace y si te he llamado es porque tengo la certeza de que ha llegado el tiempo que temíamos.- Después el Papa condujo a Dupound por una serie intrincada de pasajes ocultos, en algunos se veían figuras de santos con cara triste y macilenta, en otra había una representación muy vívida de los demonios siendo expulsados San Miguel y sus huestes de ángeles, en otras cámaras se veían figuras de reyes Cristianos y así pasaban galerías y galerías de pesadas puertas que solo podían abrirse por el anillo del pescador casi de manera mágica cuando el Santo Padre lo deslizaba sobre las cerraduras. Llegaron hasta una oscura galería que solo estaba iluminada al centro, era de forma circular, sería imposible medir su longitud o su decorado porque estaba cubierta por la absoluta sombra, pero al centro bañada directamente por la luz de día se encontraba un exquisito cofre posado sobre una alfombra roja ricamente bordada al parecer a un estilo griego con flores muy geométricas. El Santo Padre se arrodilló y Dupound lo imitó inmediatamente, luego se acercó al cofre y extrajo una llave de su pecho para abrirlo. -¡Esta es una de las reliquias más sagradas del Cristianismo!, su sola existencia es un don entregado a la humanidad- Al abrir el cofre la luz se reflejó de golpe en su interior partiéndose en miles de hilos color plata que iluminaron toda la habitación, de pronto Dupound comprendió que aquella recámara había sido diseñada para resaltar aquel precioso objeto que tras ser descubierto irradiaba, con la luz que caía sobre él, toda la cámara como si amplificase la luz. Aquel objeto era tan hermoso que las lágrimas cundieron por el rostro del Dupound, nunca había visto nada tan bello en su vida y la emoción le hacía nudos la garganta.
La lluvia arreció, cayó a caudales con furia y los rayos estremecían a los escuderos en la caballeriza, pero Dupound se sentía cada vez más fuerte, ¡Cumpliría su misión! y aquel precioso objeto lo ayudaría, con él no podía fallar. Sus tres días de rezo terminaron, alzó bruscamente la cabeza hacía la imagen del Cristo crucificado, se persigno, alzó rápidamente la mano, que detenía la espada sobre la que había estado reposando durante tres días, y cortó de un solo tajo la enorme capa de diez metros hasta la altura de sus tobillos, salió de prisa con el yelmo en la mano y gritó -¡Ensillen mi caballo!, nos vamos- La lluvia arreció tremendamente como si tributara al brío de aquel caballero que a todo galope se dirigía hacia su destino, su propia perdición y tal vez la de su alma, pero con el coraje y la fe de un guerrero cristiano y portando secretamente aquella reliquia marchó a galope con las esperanzas de la humanidad.

Hemos dejado al hermano Carnought por unos capítulos para explicar los acontecimientos que sucedían en

El hermano Carnought trató de incorporarse, pero le fue imposible, su brazo estaba por completo desecho. Aterrado vio como una sombra inmensa se posaba sobre él y un firme pie descendió sobre su rodilla triturándola cabalmente y haciéndole sentir un terrible dolor. El hermano Carnought pegó un desesperado alarido que retumbó por toda la secreta Catedral de las ánimas mártires. –Puedo ver con gozo que después de todos estos siglos aún puedes experimentar dolor.- La figura tomó al hermano Carnought por la cabeza y lo alzó con fuerza sobrenatural sobre el piso. La respiración de Carnought era trabajosa y una espesa sangre negruzca y podrida comenzó a gotear por la manga de la túnica. Con mucho trabajo al fin pudo articulare con una vos rasposa y casi imperceptible: -por favor mátame, líbrame del sufrimiento, te he servido ya por mucho tiempo, jamás te he contradicho; solo mátame- La figura, que también llevaba una túnica, alzó un brazo y mostró una mano humana, un anillo con un rubí alucinadamente escarlata la coronaba, y sostenía una daga de plata con el grabado de tres colmillos en la hoja. La figura blandió la daga sobre el cuello del hermano Carnought y más de esa espesa sangre broto de él, tenía un olor fétido, no como el de un animal muerto, peor el aroma era tan repugnante que ningún ser humano lo soportaría y lo más probable es que muriese vomitando sus propias entrañas si alguien llegase a olerlo. Sin embargo el hermano Carnought no murió por aquel acto infame. La figura lo arrojo lejos de sí y se fue a estrellar en el Cristo de la horrible mueca que aderezaba el altar. El hermano sin fuerzas cayó al piso y sentía, desesperado, como el dolor en lugar de disminuir con aquella herida mortal aumentaba. <